martes, 12 de octubre de 2010

ROMPECABEZAS 9 (Bookcaser)

Su corazón como un horno de barro. Avanzaba dando largos y rápidos pasos por la peatonal Lijnbaan. Zonas aisladas, de su clara y pulcra remera, fueron inundadas por gotas de extrema emoción. No podía contenerse, no obstante, su ser físico no era apto para el deporte. Le faltaban 3 kilómetros para perder el conocimiento, pero en menos de 2, llegaba a su casa. Su esposa lo esperaba con un chop de agua mineral a temperatura ambiente, no quería recibir un electroshock de hielo.

Corría en Rotterdam con una caja de herramientas: una Black and Decker último modelo. Las necesidades humanas son sed, hambre y deseo. Quería cumplir ésta última, quería ver sus sofisticados diseños dentro de la caja. Deseaba abrirla y usar sus creaciones. Todavía estaba corriendo, esquivaba tachos (afvals: desechos), dibujó una sonrisa en su agonía: llevo lo opuesto a la basura, las herramientas son para toda la vida, incluso duran más que el consumidor final. Franco Besando era un enamorado de la ingeniería pero estaba más enamorado de los libros, y más aún de Casandra. Se había vuelto un hábil constructor de bibliotecas.

Desde que había llegado a Holanda, le había surgido éste hobby respetable. No coleccionaba boludeces como la gran mayoría ¿Qué es eso, de acumular en cantidades importantes, más de lo mismo? Por ejemplo, juntar latas vacías: si no son bien enjuagadas, se pudre el contenido adherido a la fina capa de aluminio. En cambio, Franco, realizaba contenedores de libros, ellos (si fueron debidamente elegidos) nunca vencen y no se guardan vacíos: su contenido es opulento para el lector en potencia.

Al atravesar el umbral, Casandra, su querida esposa, le deparó una sonrisa de oro. También fingió lástima por el cansancio de esclavo que exhibía. Le acercó el chop, rebalsaba del puro elemento. Tragó ruidosamente. Ella le arrojó una toalla a la cara, el rugoso algodón, rosó la blancura de un ojo. Parpadeó como el batir de alas de una mosca. En vez de maldecirla por su inocente maldad, la corrió como un fauno por toda la casa, quería impregnarla, impresionarla con su olor y otra vez robarle el corazón…

Había muchas cajas dispersadas cerca de los estantes de la futura biblioteca, cajas tan impecables como cajas de remedios. Le enviaban libros de distintas partes del mundo, hablaba varios idiomas pero en ciertas ocasiones prefería leer traducciones, en español, para sobrellevar el desarraigo. La palabra escrita se había vuelto fundamental para desarmar la distancia con los suyos, y las palabras de los escritores (por eso le gustaba tanto leer) también desarmaba (y almaba) la distancia irreversible del tiempo.

Rompió la caja de la caja de herramientas, despedazó al packaging; irónico, era tan intenso el rojo de la marca que parecía que sangraba. Quería, debía terminar una estantería, cargar de libros a la recién nacida. No podía entender que la gente pagara tanto para que le hagan una biblioteca. Con lo mismo que gastan en el armado, se pueden comprar como 90 libros. Pero para hacerla uno mismo, hay que tener las herramientas adecuadas, gracias a Franco Besando ya estaban en el mercado.

Era sábado, una tarde tranquila. Había borrado el almuerzo de su mente. Sin embargo, Casandra, había traído emparedados de Pastrón, pepinillos agridulces y mostaza de Dijón. La Bookcaser de Black and Decker, funcionaba de maravilla. No podía creer que le hubiesen pagado por eso. No lo había comentado con los directivos de la empresa pero más allá de la funcionalidad, la ergonomía y la ingeniería en materiales; estaba asociando el trabajo manual, con la actividad intelectual, ¡qué leer libros, nos haga sudar primero!

Abrió una caja con el cortante de la Bookcaser, sacó un libro y se acomodó en el sillón de cinco cuerpos (los del mobiliario, el de ella y el propio). Esa edición de tapa dura se la había obsequiado el escritor Juan Pablo Dell Oro. No era un ejemplar de su autoría, lástima, había disfrutado mucho, frases e imágenes del último libro que le había enviado: “S u n n e s s”. El gesto era grande igual: el título que tenía en sus manos, era “Microfísica del Poder” de Michel de Foucault. Muy gracioso, hace menos de 2 semanas había caminado por la bocacalle que lleva el nombre del filósofo.

Le quedaba un puño de sandwich, estaba engrasando las hojas pero no la tinta impresa. Abrió el libro en cualquier página, eran ensayos, volvió al índice, “Los intelectuales y el poder” era lo que estaba por leer: "G. D: Eso es, una teoría es exactamente como una caja de herramientas (...)". Se rió y se tiró para atrás contra pequeños almohadones blancos y negros, parecía una hiena bajo los efectos del óxido nitroso. Casandra le preguntó si quería una bebida fuerte. Franco contestó afirmativamente: algo con vodka.

Agarró una botella del barcito de roble y se dirigió hacia la cocina. Escuchó el ronroneo estruendoso de un electrodoméstico. Estaba tan cansado que no podía leer, sólo podía dignarse a abrir y a cerrar la boca. Debía buscar algo más sobre una teoría es como una caja de herramientas. Llegó su bebida con alcohol, fue apoyada justo arriba de la Bookcaser. Casandra se quedó esperando a que explotara la bomba de significado. Un silencio milenario. Procesamiento ruidoso en la cocina; pulpa translúcida; color naranja: screwdriver!

Juntos desaforadamente por Lijnbaan, la peatonal. Querían meter sus cuerpos y sus almas en una librería. Diversión en sus conciencias pero no se dirigían la palabra, no tenían aire. Casandra se detuvo, le dijo a Franco que esperara un momento, entró en una tienda de electrónica: compró una book reader de 7 pulgadas. Antes de retomar sus andanzas, sacó el dispositivo de la caja y se lo pasó por el aire a Franco. Él estiró los brazos como un arquero en la final del mundo, aprovechó sus dedos de manteca y dejó caer al artefacto en la grava del suelo. Juntó cinco o seis añicos (afvals), los dejó caer, ésta vez, en una urna de acero inoxidable.

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