viernes, 15 de octubre de 2010

ROMPECABEZAS 70 (Bliss)

Correr más cuadras imaginarias. Hace 3 horas que no se detenía en el salar de Atacama. Llevaba una pequeña alforja. El sudor caía de su espalda como gotas en un parabrisas a 100km/h. Frenó, su corazón en intensa percusión, se quitó los auriculares: cuando un Gamer siente el silencio (tono constante que se esconde en el aire), experimenta una brisa, una playa de arena blanca.

No importaba a qué parte del globo se dirigiese, cuando lo necesitaran, darían con su locación exacta, tenía un dispositivo de rastreo en la nuca. Si corría peligro su vida, también darían con su paradero, sus signos vitales estaban conectados al servidor Ávalon Google. Prefería que lo buscaran en helicóptero, esa cosa era piloteada por un animatrónico, y éste a su vez era comandado por alguien como él.

Héctor Echavarría Vanegas, Gamer, también doctor en Psicología. En la segunda década del siglo XXI, gana una beca en Japón para realizar investigaciones sobre la adicción a los video-juegos. Alentado por el escritor Juan Pablo Dell Oro, reflexiona sobre la población de jóvenes y adultos que consume esa clase de entretenimiento: son mano de obra altamente calificada. Podía crearse una nueva clase social.

Su extraordinaria fascinación por los video-juegos, era harto conocida en el ambiente, fue un factor decisivo. Termina diseñando, con Sony y Mitsubishi, cuerpos comandos: no más botones, articulaciones. Es permutada la virtualidad de la pantalla, por tiempo y espacio reales. Crean los animatrónicos: Gamers, semidioses a la distancia. Las misiones dejan de ser quimeras: extraer metales de la profundidad negra de la tierra, influye en la economía de un país.

Hasta que no dejó de girar la hélice, soberbio se mantuvo de pie en el suelo blanco y brillante. La fuerza de un ciclón enmarañó sus cabellos negroazulados, en el rostro, una expresión de contemplación seria. Apoyó una mano en el suelo, se sentó. El sonido agudo del motor parecía un arma poderosa. Salió una mujer en uniforme, ella era la encargada de impartirle las órdenes.

Antes de dejarla hablar de la nueva misión (en la mirada de la mujer, estaba la de la niña), exigió que le entregaran inmediatamente un litro de Coca-Cola, necesitaba refrescarse y algo con qué combatir el tedio: los años eran tan intensos como insípidos pero el sabor de la gaseosa más grande de la Historia seguía siendo único. Era insoportable el estilo de vida que llevaba: recientemente había participado de la reconstrucción (por ataque terrorista) del puente de San Francisco.

La mujer, piel y ojos atractivos como una serpiente, largó una carcajada altamente ofensiva. No podía entender que él pudiese pedir lo que quisiera, el gobierno japonés o norteamericano, se lo concedería, y sólo se lo ocurría por el momento, el contenido de una botella de curvas pronunciadas. En su voz sensual había algo más que burla, una libra de admiración.

Antes de abordar, se arrodilló en la inmensidad de cloruro de sodio, y se acurrucó con la gracia de un dragón. Abandonó la posición gallarda, y se dirigió hacia la escalera del medio de transporte insectiforme. Había sublimado su sangre, al mismo tiempo, había recuperado la calma. Enfrente de su asiento estaba el litro de gaseosa (un gas y un líquido, dos formas de combustible). Bebió su contenido salvajemente, como si alguien quisiese verla derramada.

Fue reestablecido el contacto con la base. Héctor sostenía la botella con fruición, miraba los impersonales ventanales. Se rascó la espalda, estiró el antebrazo izquierdo hacia atrás, hasta casi dislocarse el hombro. Metió la mano en la alforja, extrajo una estaca de titanio de media pulgada de diámetro: arremete contra el Piloto animatrónico.

Retira la resistente y liviana vara. Con la rapidez de una estampida, de la alforja, carga sus palmas de imanes de tierras raras, los introduce en el orificio destruido. La placa madre, quedó inutilizada: el Gamer a miles de kilómetros, entró en coma uno. Tomó el mando, igual que un simulador de vuelo. Alto precio pagará por su traición. Debía disfrutar de los 35 kilómetros que separaban la nada, de un poblado.

Estaba tan agitado como el simio de “do the revolution” de la extinguida banda Pearl Jam. No se acordaba que no estaba solo. Akane Kokku interrogó a Hector Echavarria Vanegas, si la locura que estaba cometiendo, era en parte, por el hecho de que ellos se conocían de antes. Él la llamó “Putita”, en referencia a una canción de la banda Babasónicos (sus integrantes no contaban con vida).

No comprendía la temporada en el infierno que estaba viviendo. Además el amor en ese período, era irrisorio. Le quedaba poco tiempo, torturas inimaginables le esperaban, horas después de tocar tierra. Cortaba el aire como un dragón, era harto placentero, volar por sí mismo. Siempre tuvo la certeza que no sabía de dónde venía y a dónde iba, ahora sabía que de un lugar, jamás se movería.

Una reproducción del Jardín Japonés de Buenos Aires, Argentina, en la Habana, Cuba. Cerraba sus ojos, tapa sus oídos, habían arrasado con su cabellera, tenia puesto un ambo naranja. No quería estar consciente en esa pesadilla. Pero no tenía esposas, tampoco las personas de ambos de distintos colores, deambulaban, hasta los patos y los peces koi mostraban entusiasmo.

¡Pero no tenían bolsillos grandes! No había lugar para el celular, el mp6 ¿Qué? ¿A quién se le había ocurrido hacer un maldito lugar de ensueño, donde la gente sólo se pudiese comunicar cara a cara? Una angustia sin precedentes, inundó sus córneas con olas-lágrimas. El sitio era terrible y solemnemente bello ¡Bliss!

Pero se respiraba la justicia divina de los dioses griegos: la vida no estaba en otra parte, su identidad había sido apagada como el fuego de una vela. De la Macs; de las mentes, de la de los que había amado u odio, o tan solo compartido un momento de la vida. Volvía a un estado artificial de naturaleza, podían expresarse con la palabra, en un lienzo, con una pluma: la vida no era más un juego, menos uno de video.

No hay comentarios:

Publicar un comentario