sábado, 3 de julio de 2010

S u n n e s s (capítulo I)

“… En los primeros cuatro meses del 2009, la superficie solar comenzó a lucir cada vez más limpia…”


Cadenciosamente quedó desparramado sobre la mesada central de la cocina, todavía no había tocado su desayuno , sí lo hubiese hecho, hubiese triturado menudas migajas con la tensión de las mangas de su camisa. Había leído sin colocarse sus gafas color café –su estuche estaba en el maletín- el esfuerzo requerido acrecentó su atención. Hojearía aquel artículo con detenimiento:


“… Estuvo completamente muerto”, dijo el físico David Hathaway, del Centro Marshall de Vuelos Espaciales de la N.A.S.A.


Consideró una falta grave de delicadeza dirigirse al gran astro en esos términos; lo relacionó con la frase, la había escuchado muchas veces, nunca la había digerido, “Dios ha muerto” del sujeto que escribió “El Anticristo”. Es una cuestión de fé creer en un señor omnipotente, por otro lado, dudar de la existencia del Sol es inconcebible: sí estamos despiertos afuera de nuestras casas, nos bañan infinitos haces de luz; sí nos quedamos quietos seremos recalentados por un potente sistema de cocción a distancia, en los primeros segundos un calor homogéneo invadirá la ropa dando una paradójica sensación de frescura y placidez. Un minuto después y seremos víctimas de una sofocación difícil de abandonar.

Había perdido el hilo de sus desvaríos; se enchufó una tostada fría, estaba crujiente, una parva de migas cayeron como meteoritos sobre el plato y el borde de la mesada, lo pensó dos veces limpiarlo todo en el acto.

No quería esa desagradable sensación de impregnarse las palmas, el pan tostado produce una picazón sucia.

“Decir que algo está muerto y no lo está, es cagarse en su existencia” balbuceó, mientras engullía la bola marrón de pan lactal.

Maldijo por haberse olvidado de untarla con dulce; la manteca estaba demasiado dura, aislada en un platito. Se levantó de la silla, las patas delanteras rayaron la loza en leves arcos; fue directo a la heladera, iba por leche, quería enfriar el café y darle una limosna a su pobre hígado.

Con la puerta abierta, mientras aguantaba el saché contra el pecho, cogió con la otra mano una aceituna que yacía entre dos porciones mal cortadas de pizza. Su gusto estaba atemperado, se persuadió que esa maldita oliva no conservaba todas sus propiedades, algo había perdido, ¿calorías tal vez?

No estaba completamente seguro qué repercusión había tenido en su persona el hecho que el Sol esté sin actividad. Su tasa se volvió turbia al caer el chorro de leche, un humo envolvente disolvió el negro espejo de café. Abrió en falso el frasco de moras, a la fuerza introdujo un cuchillo entre el vidrio y la tapa. Dejó caer la melaza en el pan. Cinceló la manteca con un pequeño cuchillo chato, antes de esparcirla se había percatado qué placentero le resultaba la tarea, lo suave del movimiento daba ilusión de escuchar el sonido del metal atravesando.

Se sentía incómodo, quería desembarazarse de esos sentimientos encendidos.

Escribir era una opción acertada, no obstante, era reacio a dejar por escrito lo que le venía a la mente cuando tenía este tipo de inquietudes -no tenía otras- tan insoslayables como obstáculos capaces de detener la normal circulación de un tren. En su interior un resplandor se volvía negro y quemaba como brea. Para encausar estas perturbaciones del ánimo, hacía uso de cualquier dispositivo que grabara sonido, un celular, un reproductor de mp3.

El contestador automático de la quinta: pateaba una silla, sí atendían del otro lado; estaba autorizada la casera a levantar el tubo del teléfono en su ausencia. Ni modo iba a agregar una línea adicional para hablar consigo mismo.

Terminó de abrochar su camisa, corrigió los puños. Se desperezó hacia atrás buscando la hora, tenía un imponente reloj de pared. La máquina detrás era insignificante, una minúscula carcasa de plástico con frágiles perillas pero las agujas, parecían gruesos bigotes de pantera.

A las ocho de la mañana nadie lo iba a buscar al celular. Tomó coraje, Menú, Seleccionar, Ok: iba a escuchar la articulación de su voz por primera vez en el día. Debía ser breve, su memoria no tenía mucha capacidad. Robert le había dicho que sí no quería gastar en una micro SD nueva, por qué no grababa en calidad baja. No podía soportar que lo que tenía para decir tenga poco valor, técnicamente hablando. PLAY.


__ El sol está limpio, su superficie no tiene manchas… Está completamente muerto… Estaba sucio… La suciedad puede ser mugre o groseros fragmentos de sustancia adheridos… pero las manchas solares son parte del Sol, sería como la transpiración… sudamos cuando tenemos calor… El sol es calor… muy mala comparación.


PAUSA. Metió el aparato en el pantalón. No tenía nada. La sección de ciencias del diario estaba sin ajar abierta en la nota que le había disparado semejante despliegue o disparate; ni rastros de la sección deportiva, estaba sepultada en un tacho de boca grande en Cabildo y Juramento.

Con la boca llena se dirigió hacia la sala. Con un puntapié en cámara lenta acomodó el tacho contra mesada de la pileta de la cocina, retrocedió: tenía las manos insoportablemente pegajosas. Antes de cualquier movimiento voluntario debía tener las manos religiosamente secas.


Otra vez las palabras de Robert sobre su cabeza: “No te podes poner así, sale, es mermelada… Qué harías sí fueses un pingüino, pagaría por ver eso”. No le gustó nada la analogía, ser otro animal; tener alas y no poder usarlas, ¿es agradable jugar en aguas azules y heladas?

Llamó al ascensor antes de tiempo. Podía escuchar el recorrido, sonidos precisos. Pocas veces había sido espectador de su mecánica: cuando no funciona, cuando está completamente muerto, “Dead as a doornail”. Sí no viene, damos golpes y gritamos con moderación: ¡Ascensor… Ascensor… Ascensor! Sí, cómo si alguien se hubiese quedado fatalmente dormido. Rápidamente sacó el celular del bolsillo. PLAY.


__… De lo que existe en el mundo que conocemos, el Sol es el ser que sin moverse, sin moverse de lugar siquiera, hace todo… ¡Woou!


Quedó congelado, boquiabierto. Sin saber qué hacer; corrió la cinta de su cinturón del centro. Se dio cuenta que era de cuero. No recordaba que lo había puesto ahí cuando se había cambiado. Vibró el celular, sonó el celular… Se sobresaltó, había cobrado vida. Quedó fuera del alcance de sus manos. Cayó al piso de poca altura, el impacto fue suficientemente fuerte para desarmar al teléfono. Levantó las piezas, las colocó sobre la mesa de entrada. La batería era maciza, visualmente agradable, pensó en voz alta:

__ “Me imagino al ingeniero o al diseñador en una reunión de desarrollo de producto, explicando en qué situaciones concretas puede ser apreciado su diseño… ”

Dio día libre a su risa. Al poner juntas todas las piezas, se disipó esa tormenta de buen humor, no encajaban sin esfuerzo todos los elementos. Fue al placard y dejó todo en el bolsillo delantero del sobretodo. Removió la percha y dejó caer sobre sus hombros el pesado abrigo. Era un mensaje de texto. Seguro que era del trabajo. Bien, no tenia que leerlo, iba para allá.

Tenía algo, podía ir en paz. Sabía señalar qué dirección habían adoptado el cúmulo de sus pensamientos.

Algo le pasaba al ascensor. Se fue para la puerta de servicio. Se apuró a tomar las escaleras, debía tomar precauciones, tenían depresiones el mármol de los escalones, podía trastabillar en esas concavidades. A pesar de su prisa con todos sus sentidos se aseguró que no hubiese nadie. No le gustaban las conversaciones fugaces con vecinos, no tenía nada que decirles a ellos. Cuando uno saluda siempre dice la misma frase, sería absurdo, -¿pensarlo o hacerlo?- decir una frase distinta para cada persona. El quid estaba en el énfasis deparado a cada uno de ellos…

__ Buendía.

La miró a los ojos, la joven viuda del 4°B; levantó la cabeza de arriba a abajo; ya había bajado tres pisos, ¿también tenía que rebajarse a mantener un conversación inútil? Cuidó la intensidad de su saludo, no tenía que ser distinta de los otros, no quería comunicar que su relación había cambiado en algo. Él simplemente quería expresar que tenía un día excelente -muy precipitado de su parte, acababa de empezar- y esperaba que ella estuviese pasando por la misma situación.

__ ¡Buendía, Señor! Lo veo distinto, sabe. Usted es una persona…

[No había vuelta atrás, ésta situación lo superaba, cuando la miró seguro que le había entregado más de lo que él quería demostrar.]

…Una persona calma generalmente; siempre va de un lado a otro pero es como sí… disculpe el atrevimiento… Adentro suyo estuviese totalmente quieto, que nada verdaderamente lo perturba… Eso último, no tendría que haberlo dicho… eh… o decirlo de otra manera, quizás… el tema es que hoy lo veo revolucionado…

__ Mejor imposible lo que acabe de decir, en otra ocasión le cuento –respondió con genuina franqueza Otro hombre.

__ Le digo más –aprovechó la luz verde de su interlocutor- Sí, revolucionado, su forma de moverse es estática, con el mayor ahorro de energía, pero adentro suyo está dele que dele girando sobre sí mismo, a más de 3000 revoluciones por minuto…

¡Qué lunática! Demasiado comprometido lo que había compartido. Era éste un fragmento de una charla íntima de horas, esas que comienzan desde el atardecer hasta pasada la hora de la cena o de la hora de la cena hasta el desayuno.

__ Bueno… Sí…. Hasta luego… –siguió bajando escalones. Mirándola a los ojos lo suficiente para no resultar grosero, por haber cortado con un golpe de tijera el discurso de ella. En la puerta de calle, el Sol arrasaba con todo a su paso, era fuerte, encandilaba, sin embargo, era baja la temperatura. Sus suspiros -tenía algo más que frío- se convertían en nubes etéreas, brillaban un instante con la luz de la mañana.

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