lunes, 12 de julio de 2010

S u n n e s s (capítulo III)


Estaba en el número cero de la calle Florida, era tan artificial sin gente y tan perjudicial con mucha. Habían baldeado la peatonal: le venía una imagen a la cabeza. Por la noche un glaciar arrasaba con la muchedumbre y dejaba huellas frescas.

Se había cansado de cavilar, de rumiar una y otra vez sus pensamientos desde el desayuno, necesitaba comunicarse con cualquier desconocido, ya quería zambullirse en la rutina. Estaba dispuesto a estableces una conversación en un kiosco de 25 horas, a pesar que él los considerabas una plaga, sin embargo, estaba de acuerdo tienen lo que queremos comprar y lo que no, los mejores productos al peor precio. Tienen heladeras espaciosas, perfectamente iluminadas. Sacó una bebida energética del frío, eligió una plateada y con letras violáceas, se dejó llevar por la fila de latas más pulcra. Había dormido bastantes horas y había sido buena la calidad de las mismas, ¿por qué iba a ingerir cafeína sin café?

__ Buen día, ¿Cuánto es? – Se puso nervioso, no podía sacar la plata de la billetera.

__ Son seis cincuenta, capo – Su manera de hablar estaba sostenida por la música de la radio, cantaba por debajo y atendía, parecía un ventrílocuo sin gracia.

__ ¿Tiene cambio? – Le dijo, directamente, como impartiendo una orden.

__ No me mate, ¿Cuánto tenes? Tengo que esperar a que venga el otro chico.

__ 20 – Respondió como si en la transacción él fuese el vendedor y el billete el objeto del intercambio.

El quiosquero devolvió con soltura y cursi altivez que tenía pocas monedas, que son muy valiosas. Roberto, su amigo, el lunes pasado había compartido una reflexión al respecto: “Las personas pobres tienen más monedas que las personas ricas (y lo que queda de la clase media). Durante toda la historia de la humanidad, menos unos par de meses atrás, era al revés.

Ahora lo mas pobres son los que más piden, mas monedas tienen. Las monedas es dinero en metal. Tienen mucho dinero pero son pobres". Justificó su juego de palabras de mal gusto porque la próxima vez que viéramos a un chico de la calle, lo pensaríamos dos veces, él estaba a favor de la limosna pero: es voluntaria y no hay que dar siempre lo mismo. El decía que la cantidad era determinada en un abrir y cerrar de ojos por la sinceridad del grado de desesperación.

No entendió, estaba afuera del kiosco, había pagado y contado el vuelto, ¿pero cuándo? No guardó las monedas, las estaba calentando en su puño. Palpó con la otra mano, estaba sana y salva la billetera.

Momentáneamente dejó las de diez en el bolsillo de la camisa. En un acto repentino de curiosidad sacó la billetera, la sostuvo con las dos manos e inhaló el cuero. Le llamó la atención la similitud que tiene con el olor del dinero, metió su nariz en la abertura más grande: antes de asumir cualquier culpa o responsabilidad, relacionó que la primera vez que olemos ese papel liviano y resistente, éramos niños, nada sabíamos de los gérmenes que transporta ni la obsesión que genera tener mucho, eran para nosotros golosinas o un juguete.

Tenía que haber comprado yapas, nunca se iba conforme del kiosco. Caminaba ágilmente; abrió la lata y bebió un sorbo; en el portafolio cayó espuma, no era como la espuma marina, era una mancha pegajosa de gaseosa.

Llegando al trabajo, vio el carrito de café a dos o tres locales antes del suyo. Entraba en la dimensión conocida. Le intereso saber cómo iba la venta, quería averiguar cuanta gente había dando vueltas a esas horas.

Capaz sí le compraba uno, tenía derecho a saber esto y otras cosas, mientras lograba conectarse con los quehaceres de todos los días.

__ Hola. Uno chico, por favor – fue breve y amable.

__ Seguro, no se habla más –el termo estaba depresivamente gastado, la gamas de verde eran islas confusas en el metal.

__ ¿Qué marca es el café? – Simplemente, saco un tema de conversación a la luz.

__ ¿Me lo pregunta en serio? Si le digo le miento –no estaba comunicándose el buen hombre, inhalaba y exhalada y declamaba frases hechas.

__ ¿Prepara usted el café? –No colaboraba, ¿que estaba esperando?

__ Sí. Son transparentes las bolsas que me dan, no se que marca, che...

__ ¿Dónde lo hace? – Contundente, le dijo.

__ Es un mercadito chino cerca de la plaza, son muy amables conmigo.

Puedo dejar mis cosas, ¿sabe todo lo que tengo que cargar para hacer un viaje completo? Jefe, hago Florida de punta a punta.

__ ¿Sabe que mucha gente disfruta mucho tomarse un café en el medio de la calle cuando es temprano y hace frío, cuando uno está yendo de un lugar a otro sin parar? Además el café que usted prepara es muy bueno – dijo esto posteriormente al tocar sus labios el vasito de telgopor.

__ Sí. El secreto está en el azúcar, ¿se dió cuenta? Yo lo preparo así, es buenísimo, eso que no Son granos de café de verdad – era horrible que dijera eso, podría haber dicho que no es de filtro. Suena el celular del señor de los cafecitos: su modelo era superior a los pedazos que él tenía como teléfono portátil.

Además, no podía tolerar ser interrumpido por una persona ajena a la conversación que no se encontrara físicamente presente, esto no era una gota que derramaba el vaso, si no, lo llenaba completamente.

Él, en particular, estaba en desacuerdo con este maravilloso avance de la tecnología, ese pequeño objeto por razones de trabajo se ha vuelto imprescindible: tener un celular es atentar contra el derecho de la soledad o la intimidad, que es casi lo mismo.

__ Después lo veo, qué tenga buen día, ¿con quién habla? – quería saber el nombre propio del impertinente.

__ M’ hija, gracias, gracias, nos vemos, nos vemos, chau, chau...

Le entrego un billete de dos pesos y una moneda. No tuvo que hacerle más preguntas, al costado del carrito el precio era un cartel escrito con birome muchas veces. No entendió por que el hombre para hacerse entender repitió palabras y frases varias veces. No estaba haciendo un buen razonamiento, se había quedado caliente por la situación y su café ya estaba frío; ya no quería beberlo, tomar algo por tomar que no necesitaba, su cuerpo estaba saturado de cafeína, era una tortura.

Siguió la corriente de la avenida peatonal Florida. Se podía divisar a ambos lados, los puestos de artesanías desplegándose. No solo había artesanías, también productos útiles y no tanto, de todo por dos pesos pero por más dinero.

Apareció. Llegó el dueño. Estaba Él. Todos girando a su alrededor. Iba a esperar que lo saludaran, no todos decían su nombre al hacerlo. El primero que lo saludaba era inmediatamente copiado por el resto: un coro de voces que no cantaba, encantaban sin poesía: vendían, intercambiaban cuero vacuno por papel moneda o plástico y firmas.

Lo peor que podían hacer cuando entraba al negocio era abordarlo con una queja:

__ Juan Pablo no llegó, éste pibe... -¿Qué? ¿Debía completar las frases de las personas que tenía a cargo? ¿No les alcanza con el sueldo?

__ Hay café –dijo Tomás.

__ No gracias, bebí suficiente por hoy, más tarde quizás quiera; me lo caliento, ¿a qué hora viene el microondas? - Redondeando un gesto de agradecimiento respondió Augusto.

__ Eso quería comentarle, el tema del microondas– Tomás mientras hablaba no podía evitar enmarañarse los cabellos. Tenía el pelo asombrosamente limpio, reflejaba intensamente la luz, a pesar de su aspecto formal desprolijo

__ ¿Bastante caro el arreglo, no? ¿Más de 100?

__ 160.

__ ¡Epa! Bueno, con la próxima prenda que sale, lo recuperamos. Bajo pena de muerte se abre la caja chica. Señores hay que ofrecer combos, combos, no hagan el chiste fácil, que no estoy de humor. Las camperas son difíciles de vender, te compras una y te dura para toda la vida. Vendan cosas chicas, presten atención, un elegante cinturón con una atractiva billetera, ofrezcan una billetera más chica de la que se llevaría el cliente, puede reaccionar que quiera algo mejor para sí mismo. Estén atentos. Además no tiene que ser muy grande, sí paga en efectivo, va a sentir vacia la billetera nueva. Hablé demasiado, todo para que podamos calentar alegremente la comida al mediodía.

Él no vendía, él daba órdenes, su trabajo era permanecer en ese sitio y tomar decisiones. Lamentó no tener el vicio del cigarrillo, no tenía la excusa de ir a fumar uno afuera, ¿por qué que se quería ir?, acaba de llegar. Menos mal que a nadie se le ocurría prenderse uno en el local: el sacrificio de una virgen no aplacaría su ira divina.

Lo que vende el “cuero” es el olor suspendido en el aire y una legión de vendedores políglotas que persuaden a los transeúntes que lo que tienen para ofrecer es lo que dicen que es. El cuero tiene propiedades especiales, no hace falta enunciarlas, que el cliente participe.

Arriba del mostrador, había una maceta. Una planta carnívora comprada hace dos días, la había colocado al lado de la caja. Quería que un cliente astuto, cazara la alusión... No era ésta “La tiendita del horror”. Sin embargo, hilando fino, al punto tajarse las yemas de los dedos, lo que colgaba de las perchas y percheros era propiedad de animales muertos, despellejados y descuartizados. La gran mayoría de los compradores eran extranjeros: de aquí, seguramente aterrizarían en una parrilla, para continuar ensañándose con el enorme animal de ojos tiernos, más tierno que su bife de lomo.

Un clic: relámpagos blancos de tubos de neón en una habitación vacía. Puso velocidad tres en el ventilador. Su despacho, escritorio y papeles; papeles en el tacho, papeles encarpetados, volantes de comida. Iba a ocupar el espacio arriba de la silla, se quedó parado como si estuviera esperando que alguien llegara, ocupara el sitio y le dijera muy cortésmente que podía regresar a su casa. No tenía un espejo cerca, quería ver su cara, qué expresiones lo poseían. En realidad, es de mal gusto tener un espejo en un lugar que no sea el baño, en algún momento del día sale a la luz nuestra verdadera cara: terrible saber que los otros ven la misma miseria que nosotros vemos. Había pasado una hora reloj desde que había llegado al negocio.

Podía estar sin mover un dedo durante todo el día, lo mismo ganaba dinero; su presencia ponía en funcionamiento su medio de subsistencia. Vendía mercancías, eso pagaba sus cuentas, sus vicios: tenía un abastecimiento ilimitado de Pepsi cola, soñaba con el día que diseñaran el dispenser hogareño de la gaseosa de la nueva generación.

Era un comerciante pero no vendía cualquier cosa. El cuero es un material noble, eso decía a sí mismo, siempre que tenía que contar a qué se dedicaba. Experimentaba la relajación de un spa, cuando escuchaba a cualquier persona que adquiría una prenda de ese material, no importaba que perteneciera a su local, decir cosas como: “Es bueno en serio, es de cuero”.

Tocaron a la puerta, Tomás, no podía ser otro. Le dijo que estaba solucionado, lo del microondas, mientras charlaban, Augusto abrió con dificultad el cajón principal, el escritorio avanzó y retrocedió en dos tiempos. Metía muchas cosas en los cajones, esperaba encontrar algo que no estaba buscando, que un objeto interesante. Unos anteojos de Sol. Estaban en una bolsa de tela sintética, alucinantemente suave. Lo sacó de adentro, sin prestar mucha atención a lo que hacía; le ordenó que no mandara a Juan Pablo por el aparato, antes tenía que hacerle un favor. Tomás disipó la sonrisa que acudió a sus labios, sus cejas se arquearon, luego éstas también fueron disciplinadas:

__ ¿Qué le pasó a su celular? – Con perfil alto finalmente le dijo al dueño. No esperaba una respuesta audible, después de todo él era el encargado, podía tomarse en ese tipo de atribuciones.

__ Llamalo por favor, que venga Juan Pablo – Podría justificar los siniestros que sufría su teléfono pero en este momento le resultaba más fácil justificar su existencia.

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